Hace más o menos una década un compañer@ de trabajo recibió una carta anónima. Me la mostró dentro del sobre. Lo giré y al ver que venía sin remitente, le pregunté que quién la escribía. -«Es un anónimo»- me contestó. Entonces, sin ni siquiera sacarla del sobre, le dije: -Yo no leo los anónimos; un anónimo no da la cara y no merece ser tomado en cuenta-. Me dijo que alguien le había escrito con acusaciones de su trabajo y con lágrimas en los ojos, me comentó: –eres el único compañero de la empresa que no ha tenido curiosidad de leerla-.
A veces pienso que internet nos ha convertido en unos cobardes anónimos capaces de soltar cualquier tontería. Antes, las cosas las argumentábamos en más de 140 caracteres. Y dábamos la cara pues íbamos a la puerta del vecino a quejarnos. Ahora, escondidos en una IP, somos capaces de criticar, alabar o mentir sin que nadie lo compruebe. Hace unas noches, después de cenar, haciendo zapeo pues no había sino malas películas en la TV, encontré un programa que se dedica a comprobar la veracidad de las relaciones y los datos que se dan en conversaciones, chats y amistades en la red. Muchas de ellas son falsas. ¡Qué fácil es insultar, mentir, hacer bullying o burlarse detrás de un nickname o apodo! ¡O grabar un insulto sin mi voz! ¡O piratear la foto de otro!
Concluyo pensando que a veces estos comportamientos pasan después a la calle casi inconscientemente. Es cobarde dar un golpe a un coche y huir; es pusilánime destrozar mobiliario urbano de todos; es de gallinas protestar sabiendo que nadie va a contestar tu argumento de menos de 140 caracteres con otras menos 140 letras. Se nos estamos acabando los argumentos y ¡cielos, las 140 letras! Todo lo que pasa de ahí, es ya un pensamiento largo y farragoso…
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